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Cien años de Fellini

Luz y oscuridad en las películas del director de Rímini

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Published: 11 may. 2020
2020 es el año felliniano. El 20 de enero de 1920 nacía en Rímini Federico Fellini. Es un centenario rico de exposiciones y citas, una gran fiesta que Italia entera celebrará durante todo el año. Hasta tiene un nombre: “Fellini 100” (he aquí el sitio web oficial que recoge todos los eventos). Qué pensaría Federico Fellini, quien refiriéndose al neologismo acuñado a partir de su nombre, dijo irónicamente: «siempre quise ser de grande un adjetivo. Es para mí un honor».

Hemos querido aprovechar esta ocasión para analizar cómo Fellini utilizó la luz y la sombra para modelar sus narraciones. Para Fellini, la luz es el primer elemento necesario para construir una película. En su libro “Hacer una película”, escribe que «la luz es ideología, sentimiento, color, tono, profundidad, atmósfera y narración. La luz hace milagros, añade, borra, reduce, matiza, subraya, alude, da credibilidad y hace aceptable lo fantástico, el sueño y, por el contrario, puede sugerir transparencias, vibraciones, da esperanza a la realidad más gris, a lo cotidiano». Y añade que «la película se escribe con la luz; el estilo se expresa con la luz». Por decirlo de otro modo: la tinta para el escritor, la luz para el director. Si la luz hace la película, casi como si fuera un equipo técnico tan indispensable como una cámara, explorar la dicotomía entre la noche y el día puede revelarnos símbolos y significados profundos. De hecho, el mundo nocturno de Fellini es misterioso y fantástico. Respecto al diurno, donde transcurren la mayor parte de los movimientos que construyen la trama (la vida “real”), los sueños y los deseos cobran vida en la oscuridad de la noche, transformando la realidad en una versión paralela. En la noche de Fellini todo es verosímil y, al mismo tiempo, raro, enigmático y fascinante. He aquí un ejemplo en tres de sus películas más famosas:


1. La dulce vida (1960)

Después de haber visto La dulce vida es difícil recordar Roma sin remodelar nuestro imaginario en función de la película: revivir sus calles en blanco y negro sumergidas en una noche húmeda y desierta o encontrarse de frente a la Fontana de Trevi sin rememorar la legendaria escena del baño. Al principio de los cuatro minutos inolvidables, el chal blanco de Sylvia (interpretada por Anita Ekberg) es un faro que ilumina, creando un contraste intenso con la noche (desierta, silenciosa, inmóvil) de los callejones romanos, fruto de las sombras oscuras de los palacios sobre el empedrado. Sylvia es el emblema de la sensualidad femenina, magnética, y hasta logra emanar su propia luz.

La Fontana di Trevi, de golpe, se recorta en la toma como si fuera un escenario. Sylvia se sumerge en el agua y se deja bañar por la casada. Marcelo (Marcello Mastroianni) llega hasta ella y sus cuerpos se aproximan, la atracción se puede tocar, intensa. Marcelo la acaricia con ambas manos: primero las mejillas, después los hombros y luego el pelo rubio. Se acercan para besarse pero, de repente, la fuente se apaga y la toma se ensancha: el sueño se evapora, una persona en bicicleta los observa desde la barandilla en el borde de la calle. La noche desaparece, llega el alba y una luz clara irrumpe destruyendo la visión onírica y sensual.

Si la luz hace la película, casi como si fuera un equipo técnico tan indispensable como una cámara, explorar la dicotomía entre la noche y el día puede revelarnos símbolos y significados profundos. De hecho, el mundo nocturno de Fellini es misterioso y fantástico. Respecto al diurno, donde transcurren la mayor parte de los movimientos que construyen la trama (la vida “real”), los sueños y los deseos cobran vida en la oscuridad de la noche.
2. Ocho y medio (1963)

Con Ocho y medio la fama de Fellini rompe las fronteras. Es su séptima película y llega tras seis largometrajes y “tres medias” películas (Luces de variedades, codirigido con Alberto Lattuada, Agencia matrimonial, episodio de Amor en la ciudad y Las tentaciones del doctor Antonio, episodio de Boccaccio '70), de ahí el título. Es, quizás, la más enigmática y compleja, estratificada y perfecta (se adjudicó dos Óscar a la mejor película extranjera y al mejor vestuario). El propio Fellini la definió una obra a medias entre una destartalada sesión psicoanalítica y un desordenado examen de conciencia.

Está ambientada en una famosa estación termal y narra la historia Guido Anselmi (Marcello Mastroianni), un director famoso que atraviesa una crisis creativa. El reparto y el equipo están preparados para grabar, pero falta el guión. En este lugar, de cuidados y reposo pero también de inmovilidad, Guido está paralizado e inquieto: de su mente surgen continuamente imágenes y recuerdos. El pasado y el presente están interconectados constantemente, dos dimensiones fluidas que se mezclan sin confines bien definidos.

Hay una escena nocturna en la que el elemento onírico es central. Durante una fiesta en los jardines termales, un mago se burla de los presentes, desafiándoles a dejarse leer sus pensamientos. Anche Guido se presta al juego. Piensa en “asa nisi masa”, algo así como una palabra secreta de su infancia. El truco del mago se convierte en la puerta de acceso a un recuerdo lejano. Un sueño en el sueño.

3. Amarcord (1973)

Amarcord (del dialecto romañol “a m’arcord, yo me acuerdo”) narra la vida de un barrio de Rímini, San Giuliano, en 1933. Rico de claros elementos autobiográficos, la película se convierte en un viaje por la juventud romañola de Fellini. La narración se articula a través de una concatenación de anécdotas y escenas protagonizadas por algunos habitantes del pueblo, en especial por el joven Titta Biondi (Bruno Zanin) y su familia.

La película se abre con una escena nocturna. Es la noche de la fiesta del pueblo que da inicio a la primavera. En medio de la euforia general se enciende una pira, los niños corren y los adultos bailan. La noche es fresca y la comunidad se reúne. Es como si estuviéramos asistiendo a la proyección de un recuerdo, como si los actores fueran espectros danzantes. Aunque no hay inquietud, la atmósfera está enrarecida como si Fellini hubiera puesto en escena su memoria. Más adelante, a lo largo de la película, el espectador asistirá a otra sugestiva noche. Esta vez, la escena se abre ante la casa de la familia Biondi sumergida en una espesa niebla nocturna. El abuelo de Titta vaga confuso delante de la verja (que el espectador ve pero el personaje no), con la sospecha de estar muerto: «¿Dónde estoy? Me parece que no estoy en ningún lado. Vaya, si la muerte es así, menuda faena». En un momento determinado, pasa un conocido suyo que le despierta de la pesadilla. Le indica la casa y un instante después sale de ella su nieto, el hermano pequeño de Titta, para ir a la escuela. Nuevamente, el personaje se pierde en otra noche onírica. La niebla simboliza la memoria confundida, un recuerdo difícil de evocar.

El material crítico a disposición de todos aquellos que deseen aprovechar de este aniversario para conocer a fondo las obras de Federico Fellini y los múltiples significados de sus películas es casi infinito. Las monografías y los artículos son numerosos y las biografías y las conversaciones llenan las estanterías de la sección de cine de las librerías y las bibliotecas. Pero las películas del director de Rímini, para todos aquellos que no son críticos ni estudiantes de cine, son obras para ver y disfrutar. Apasionantes y divertidas, son películas que no envejecen nunca, que no corren el riesgo de transformarse en polvorientos retales del siglo pasado. Fellini cristalizó el tiempo, regalándonos un desfile del siglo XX que canta, baila, sueña y se desespera: que vive.