2020 es el año felliniano. El 20 de enero de 1920 nacía en Rímini Federico Fellini. Es un centenario rico de exposiciones y citas, una gran fiesta que Italia entera celebrará durante todo el año. Hasta tiene un nombre: “Fellini 100” (he
aquí el sitio web oficial que recoge todos los eventos). Qué pensaría Federico Fellini, quien refiriéndose al neologismo acuñado a partir de su nombre, dijo irónicamente: «siempre quise ser de grande un adjetivo. Es para mí un honor».
Hemos querido aprovechar esta ocasión para analizar cómo Fellini utilizó la luz y la sombra para modelar sus narraciones. Para Fellini, la luz es el primer elemento necesario para construir una película. En su libro “Hacer una película”, escribe que «la luz es ideología, sentimiento, color, tono, profundidad, atmósfera y narración. La luz hace milagros, añade, borra, reduce, matiza, subraya, alude, da credibilidad y hace aceptable lo fantástico, el sueño y, por el contrario, puede sugerir transparencias, vibraciones, da esperanza a la realidad más gris, a lo cotidiano». Y añade que «la película se escribe con la luz; el estilo se expresa con la luz». Por decirlo de otro modo: la tinta para el escritor, la luz para el director. Si la luz hace la película, casi como si fuera un equipo técnico tan indispensable como una cámara, explorar la dicotomía entre la noche y el día puede revelarnos símbolos y significados profundos. De hecho, el mundo nocturno de Fellini es misterioso y fantástico. Respecto al diurno, donde transcurren la mayor parte de los movimientos que construyen la trama (la vida “real”), los sueños y los deseos cobran vida en la oscuridad de la noche, transformando la realidad en una versión paralela. En la noche de Fellini todo es verosímil y, al mismo tiempo, raro, enigmático y fascinante. He aquí un ejemplo en tres de sus películas más famosas:
1. La dulce vida (1960)
Después de haber visto La dulce vida es difícil recordar Roma sin remodelar nuestro imaginario en función de la película: revivir sus calles en blanco y negro sumergidas en una noche húmeda y desierta o encontrarse de frente a la Fontana de Trevi sin rememorar la legendaria escena del baño. Al principio de los cuatro minutos inolvidables, el chal blanco de Sylvia (interpretada por Anita Ekberg) es un faro que ilumina, creando un contraste intenso con la noche (desierta, silenciosa, inmóvil) de los callejones romanos, fruto de las sombras oscuras de los palacios sobre el empedrado. Sylvia es el emblema de la sensualidad femenina, magnética, y hasta logra emanar su propia luz.
La Fontana di Trevi, de golpe, se recorta en la toma como si fuera un escenario. Sylvia se sumerge en el agua y se deja bañar por la casada. Marcelo (Marcello Mastroianni) llega hasta ella y sus cuerpos se aproximan, la atracción se puede tocar, intensa. Marcelo la acaricia con ambas manos: primero las mejillas, después los hombros y luego el pelo rubio. Se acercan para besarse pero, de repente, la fuente se apaga y la toma se ensancha: el sueño se evapora, una persona en bicicleta los observa desde la barandilla en el borde de la calle. La noche desaparece, llega el alba y una luz clara irrumpe destruyendo la visión onírica y sensual.