«Habría preferido crear una luz como la de Rembrandt en lugar de la luz, sin excesivos contrastes, que caracterizó muchas películas en los inicios de mi carrera. Al mismo tiempo, estaba satisfecho de la fotografía a pesar del tiempo y los limitados medios».
Estas son las palabras de Raoul Coutard, director de fotografía de algunas obras maestras de la Nouvelle Vague como son, entre otras, Al final de la escapada (1960) y Banda aparte (1964) de Jean-Luc Godard (con quien colaboró de forma habitual), Jules y Jim (1962) y Tirad sobre el pianista (1960) de François Truffaut.
La Nouvelle Vague nació en Francia a finales de los años 50 como reacción al cine tradicional y su tendencia idealista y moralizadora, alejada de la vida y de la realidad cotidiana de las calles francesas.
Antes de ponerse detrás de la cámara, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Claude Chabrol y Éric Rohmer coincidieron como comentaristas de películas para Cahiers du Cinéma. Es en las páginas de la importante revista francesa de cine donde podemos encontrar una frase de Godard que resume perfectamente el objetivo de la Nouvelle Vague: capturar «el esplendor de lo real». Nada tenía que interponerse entre el ojo y la realidad. Dejando aparte costosos y pesados equipos, el cine salió a la calle o entró en las viviendas comunes (con frecuencia de los propios directores), intentando narrar sin filtros ni artificios para acercarse al corazón de la existencia en su devenir.
Esta concepción se reflejó también en el trabajo de los directores de fotografía como, por ejemplo, Coutard: la luz de la Nouvelle Vague es una luz natural. «Utilizábamos una técnica que no preveía la luz artificial: simplemente esperábamos la luz justa –declaró el director de fotografía Néstor Almendros, refiriéndose a El coleccionista de Éric Rohmer, en una entrevista incluida en el libro Maestros de la luz de Dennis Schaffer y Larry Salvato–». (minimum fax) Almendros también remarcó la importancia de la luz natural: «mi manera de iluminar y ver la realidad es realista. [...] Voy a un lugar, veo donde cae la luz normalmente e intento capturarla tal y como es, o bien la refuerzo, si es insuficiente».
Utilizábamos una técnica que no preveía la luz artificial: simplemente esperábamos la luz justa –declaró el director de fotografía Néstor Almendros
Directores como, por ejemplo, Godard, Rohmer o Truffaut daban mucha importancia a la fotografía y, al mismo tiempo, no querían que prevaleciese sobre la película. Almendros contó que antes de la Nouvelle Vague «el director de fotografía era algo así como un dictador. Se necesitaba tanto tiempo para preparar un encuadre que prácticamente no había tiempo para los ensayos de los actores ni para que los directores grabasen la película. Además, había que montar las luces y era un ritual muy exigente».
Los directores de la Nouvelle Vague detestaban la luz patinada y artificial del cine tradicional francés que obligaba a las actrices y los actores «a recitar como las momias», con los faros apuntándoles a los ojos.
La inquietud que provoca la tradición es evidente en La noche americana de François Truffaut (1973): donde se narra la grabación de una película, Saludando a Pamela, y se muestran los trucos técnicos típicos del cine clásico como el "efecto noche", es decir, la práctica de grabar en estudio, a pleno sol, las escenas ambientadas por la noche. Ferrand, el director, interpretado por el propio Truffaut, admite que Saludando a Pamela será la última película grabada con estas técnicas y, con estas declaraciones, da voz al concepto que la Nouvelle Vague tiene del cine.
Aquello que permanece impreso en la memoria de al menos cuatro generaciones de espectadoras y espectadores son los rostros, las escenas y las técnicas narrativas icónicas: los primeros planos de Jean-Paul Belmondo, fallecido este año, o los cortes con salto de Al final de la escapada, o la carrera en las salas del Louvre de los protagonistas de Banda aparte (citada también en Soñadores de Bernardo Bertolucci). Todo esto fue posible gracias al trabajo de directores de fotografía del calibre de Raoul Coutard y Néstor Almendros, artífices de una luz que se puso nuevamente al servicio de la narración. Una luz capaz de restablecer la granulosidad de la realidad y de sus historias; quizá, la única luz capaz de capturar «el esplendor de lo real».